jueves, 7 de octubre de 2010

Los amores juveniles son así. Obsesivos, absolutos, a todo o nada. Lo terrible es que mucho tiempo después uno siga comportándose de la misma manera. Lo doloroso es que así se quede uno: siendo una maldita obsesiva. Supuse que tenía que superarlo, pero nada parecía cambiar: él seguía en mi cabeza.
Lo perseguía, lo buscaba, me escondía. Me sentía necesitada de su voz, de sus palabras, de sus miradas. De mis inventos. De eso vivía: del timbre que le había atribuido a su voz, de la personalidad que le compré, de un futuro ideal juntos. En mi cabeza podíamos ser felices y no entendía por qué no se concretaba mi sueño. Me enojé con Dios y con el mundo. "Si Dios existe, no puede estar haciéndome esto." No pensaba que Dios estaba ocupado en cosas más importantes, porque definitivamente, para mí no había algo más importante que él. Él y mi salud mental iban de la mano, irremediablemente. Así como también su falta y mi depresión eran mejores amigos.

1 comentario:

  1. No puedo parar de leer.
    Cada publicación tiene un mensaje, una idea, un párrafo, una palabra que me identifican.

    Algún día deberíamos hablar, capaz me ayudás a salir de la mía...

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